La pandemia y esta nueva forma vida: breve desglose de los efectos y defectos del aislamiento social masivo a causa de la expansión del coronavirus




Un virus afecta nuestra condición integral de salud y también -querámoslo o no- toda nuestra vida. Esto no siempre fue tan evidente como en estos días, donde el aislamiento social masivo afecta la forma en la que llevamos a cabo gran parte de nuestras actividades cotidianas, aunque en efecto, cualquier enfermedad nos afecta siempre más allá de la curva bienestar/dolencia que impone su ciclo vital. En este caso es muy probable que la modificación que vemos de nuestra cotidianidad se registre mucho más allá de las actuales condiciones, puede ser que hayan consecuencias a largo plazo y otras, quizás más a un nivel simbólico, sean permanentes. La cuestión sobre la que nos posamos hoy por hoy abre a borbotón la complejidad del sistema que la humanidad ha creado a través de la historia y que se retroalimenta gracias a la acción acumulada y caótica en la que influimos todos y todas. La misma acción de quedarse en la casa -hacer la cuarentena o, según el país, sugerencia de aislamiento social- o no hacerla e insistir en recuperar la normalidad previa, son dos acciones que causan consecuencias a nivel global, con más o menos impacto, aunque hoy gracias al espectro puntual que se visibiliza sobre el coronavirus, es posible ver como una persona, un individio de limitada importancia, pasa a tener preponderancia en un medio donde puede afectar a muchísima otra gente. La cadena de expansión del virus que nos afecta estos días, es el parangón de la construcción histórica que cohabitamos día tras día, año tras año, hace décadas, siglos y milenios... Lugar y tiempo donde las influencias se van moviendo a velocidades incalculables y las consecuencias son inaprensibles.


En este clima de circulación de afecciones, cifras y virulencias; de aislamiento y reducción de la frenética productividad cotidiana del sistema ecónomico mundial, existe un incremento del uso de redes sociales: es el único medio posible para interactuar y sentirnos más cerca en el medio del distanciamiento físico que genera la cuarentena. Disminuimos la alienación productiva, que traerá consecuencias supuestamente nefastas para la economía mundial -bien por ellas-, e incrementamos otra: el uso de plataformas sociales en línea, la televisión y los medios de distribución de entretenimiento audiovisual. Entre estadísticas, pochoclos y videochats, sorteamos la cotidiana “amenaza” de algo que circula, que podría ya estar alojado en nuestros cuerpos y que aunque muchas veces no es una amenaza directa para nosotras y nosotros mismos, existe la posibilidad de poner en peligro a otres, a las y los más vulnerables.


Llegamos a nuestra casa luego de una pequeña jornada de asfalto; hacer compras, pasear al perro y estirar las piernas, y comienza la rutina de esterilización: desinfección de puertas, correas, bicicletas, llaves y billeteras. Lavado de manos y rostro con jabón por al menos 20 segundos. Pañito con alcohol para repasar paquetes y bolsas. Todo un protocolo, que según la prensa, las personas que trabajan en salud afirman que si se hiciera con regularidad, las tasas de mortalidad de la gripe común -que al parecer son altísimas- disminuirían fuertemente. Una acción que hoy se vuelve vital en el freno del virus, podría ser fundamental para muchas personas -sobre todo personas mayores- en el futuro. ¿Será posible que esta hinóspita oleada de solidaridad repercuta en la humanidad más allá de lo que dure la urgencia?


Salgo a las siete pm a comprar cosas al supermercado. No hay nadie en la calle: algunos autos, me cruzo con dos o tres peatones, una que otra bicicleta, un par de motos. Por supuesto yo salgo en bicicleta. No hay otra forma de salir a la calle en estas circustancias, aunque he tenido ganas de caminar, no me siento segura ya sea de día o de noche. Porque es que en estos tiempos de cuarentena, la circulación de gente se redujo al menos en un 70% y yo no me siento segura para caminar. Y aunque es agradable circular por vías vacías -solo de vez en cuando me cruzo con algún automovilísta histérico que me recuerda la normalidad porteña- en general todo se volvió mucho más pueblerino de lo que ya era la zona en la que vivo. En estos momentos extremos salen a luz sin esfuerzo nuestros privilegios y desventajas, aun seamos concientes o no, nuestras condiciones reales de existencia se hacen patentes en esta extraña precariedad. Al menos entre quienes se dejan interpelar por la coyuntura de un contexto de impacto global, donde se urge a vivir solo con lo mínimo y lo necesario.



La cuarentena y todo el ejercicio de distancia social que llevamos a cabo estos días viene de la mano de la necesidad de frenar la expasión del virus, confinándonos a quienes tenemos un techo, bajo este, y a quienes no lo tienen, a rehabitar ese “no lugar” físico y simbólico en el que están alojados y alojadas las personas sin techo: una posición de abandono en la que quienes no tienen otro lugar que estar en la calle en estos días, se encuentren totalmente expuestas al contagio y -al albur de la urgencia sanitaria- sean invisibles a las políticas públicas y a la contigencia en redes sociales. La solidaridad que se expande con supuesto apremio, se deja entrever solo en determinados contextos que no son reflejo de los márgenes. De hecho lo marginal reafirma su condición y su precarización se vuelve más extrema en estos momentos. Las desventajas, en este caso son opresiones, de un grupo social que en apariencia tiene nulos privilegios.


En este contexto de precarización e incertidumbre, es interesante recordar la historia de nuestra América Latina y de América en general, que fue azotada por la segunda pandemia más letal de la historia de la humanidad: la viruela. Este virus facilitó la colonización matando millones de indígenas, un arma mortal que los españoles trajeron a América sin haberlo premeditado. Traer a la memoria el desolador panorama de una peste que se llevo gran parte de la población indígena del siglo XVI, replica algo que en nuestra historia constantemente se actualiza: la miseria a la que este “tercer mundo” estaría destinado, cargando la porquería que el “primer mundo” nos viene a echar encima: en el siglo XVI la viruela, el saqueo y la esclavitud; hoy, el coronavirus, el saqueo y la explotación asalariada, sumada a la precarización constante de nuestra vida. No se puede decir que estos problemas sean solo responsabilidad de Europa; Estados Unidos viene contribuyendo a ellos hace más de un siglo, y los propios latinamericanos latifundistas chupasangres se han encargado de salvaguardarlos por sus propios y diminutos intereses. Aunque no se ve en el panorama la posibilidad de que el coronavirus se lleve esa cantidad de muertes como lo fueron en el caso de la viruela -aproximadamente 50 millones- las condiciones en las que esta enfermedad aterriza sobre nuestro continente, se ven agravadas en parte por una estructura precarizada de vida y un sistema de salud deficiente al que una pandemia de estas características hace derrumbar ya en sus complejas condiciones cotidianas de existencia. Esto se lo debemos en gran parte a la herencia colonizadora, sobre la que día tras día luchamos para dejar atrás.


De parte del Colectivo Chuang, en su reciente publicación “Contagio Social” traducida al español por Lazo Ediciones (Rosario), la frecuencia con que estos brotes de virus se relaciona con la acción de la actividad industrial derivada del capitalismo, es sostenida. Desde la viruela, pasando por la gripe española (principios de siglo XX) hasta el actual coronavirus, existe un vínculo entre una actividad industrial que moviliza la actividad ecónomica, irrumpe los ciclos de ecología del territorio y el desarrollo -directa o indirectamente- de una patología que se contagia generalmente de animal a humano. Esto tiene muchas capas y orígenes en las que extiende el texto ya citado, no deviene principalmente del consumo de animales como se podría inferir de buenas a primeras, sino que se desparrama sobre una amplia gama de factores que se entienden de forma particular en cada caso y que siempre se asocian al modo en que la industria interactúa/invade un ecosistema. El asunto es que la actividad capital es en gran parte responsable del nacimiento de la pandemia y la globalización de su propagación. Ambas -capitalismo y globalización- se encuentran estrechamente conectadas, lo que hace más complejo un escenario donde no hay límites visibles que avisten otro mundo posible. De todas formas, estas circunstancias de peculiar improductividad, nos permiten dar cuenta de la necesidad de establecer límites frente a estas condiciones de vida sistémicas que no solo son las causas y responsables de su actual decadencia, sino que vienen acumulando hace años desastrosos escenarios pre-apocalípticos. La reorganización de la vida a través del aislamiento social ha dado lugar a que algunos eventos naturales se manifiesten, recuperando parcialmente el territorio que tenían originariamente: la aparición de un puma en la ciudad de Santiago (Chile), el avistamiento de Cóndores, la pureza de las aguas en Venecia, Jabalíes en España, entre otros, son clara muestra de que la vida que no es humana se ve aplastada por nuestra sobre-actividad, y que ante la posibilidad de frenar solo un poco, las consecuencias a lo que ya es bien conocido como “calentamiento global” podrían ser alentadoras. Es decir, lo único que haría falta para cambiarlo todo, es una pizca de voluntad. Pero como sabemos que claramente no se queda todo ahí, hoy por hoy son las razones de salud pública, frenar la muerte de muchas personas -seres humanos- las que permitieron la aparición de estos eventos y no el cambio de mentalidad ni de conciencia. Es el mismo especismo el que nos llevó de manera indirecta a afectar positivamente en el ecosistema completo y a cuestionar la posibilidad de un cambio económico-social de contundencia. Es la misma creencia de que la raza humana es el centro de todo, la que nos llevó a la crisis y la que nos tiene dentro de la que podría ser también un pequeño salvavidas universal.

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