Danzas performativas como respuestas ontológicas a problemas rudimentarios

 


Uno de los problemas que pervive en la danza contemporánea desde mi punto de vista y que dificulta su despegue hacia una autonomía de la disciplina, es el problema de la comprensión. Si es posible comprender lo que quiso expresar la obra en términos generales o en ciertas escenas en particular. Para esto podemos empezar por las siguientes preguntas: una obra de danzas, ¿expresa, comunica o dice? ¿es necesario entender lo que dice o sentirlo? ¿cómo acoplar ambas experiencias –el entendimiento y la percepción- como espectadores de danza contemporánea?

Para dar al menos una respuesta parcial a estas preguntas, es necesario pensar en los factores particulares que atraviesan este problema y que nos acercan inmediatamente a la colisión entre lenguaje y cuerpo, para lo cual un análisis desde la performatividad se vuelve muy enriquecedor.

En el caso del teatro, el problema de la comprensión no tiene el carácter ontológico que posee en la danza contemporánea. En esta disciplina, el entendimiento encuentra su eje en el texto, que lo atraviesa históricamente, con sus respectivas transformaciones en el tiempo, afectando la puesta en escena, su temporalidad y las estructuras narrativas inmersas dentro de él.

En la danza contemporánea en cambio, la comprensión es una bandera de lucha que se juega con la permanencia de las audiencias no especializadas y la presencia y permanencia de este arte dentro de las carteleras y los espacios oficiales. Este fenómeno que acaece sobre la danza contemporánea chilena, aparenta no ser el mismo que ocurre en Argentina, donde esta disciplina parece disfrutar de una presencia mucho más férrea, teniendo un festival internacional dedicado exclusivamente a ella, aunque instalado principalmente desde la capital del país.

Es por eso que a este “hijo pobre” del teatro le hacen falta estrategias para producir autonomía que no son solo responsabilidad de la gestión. Dentro del marco del pensamiento producir reflexiones y categorías ayuda a explicar los fenómenos que suceden dentro de la danza contemporánea en particular, que son entendidos desde allí y que no son todas asimilables a las experiencias teóricas y prácticas del teatro.


 

La danza contemporánea tiene una relación mucho más directa -e histórica en algunos casos- con el performance art. En el contexto norteamericano de los años setenta, cuando la performance vive un momento álgido donde comienza a tomar un protagonismo que desembocaría en aceptación académica, la danza contemporánea trafica constantemente inspiración e ideas. En ese periodo existió una enorme influencia entre ambas disciplinas, dada por los vínculos entre las y los artistas de la época.

Allí la danza no se auto percibe política como la performance. Más bien, toma el cuerpo como dispositivo instrumental que incide sobre la manera de hacer danza dentro de su propio terreno disciplinar. El punto de partida para la creación y la ruptura, es una idea de cuerpo que se mueve desde sus posibilidades anatómicas, desechando la espectacularidad de la pirueta que caracterizaba a las corrientes de esa época y de ese territorio.

La atención sobre la presencia del cuerpo, la improvisación, junto con la intención de incluir a “todos los cuerpos” –inclusión transitoria que amplifica la noción de lo se entiende como cuerpo aceptado en danza, pero que sigue dejando fuera a un montón de corporalidades- a partir de la simplificación de una técnica, son algunas de las perspectivas que introduce la danza contemporánea en la escena de la época, que fueron tomadas por la performance. Sin embargo, esta última, dispara hacia universos sociales que interpelan imaginarios globales y/o territoriales que van más allá de un contexto artístico. Se encarga de descifrar imaginarios sociales con la intención de producir respuestas políticas desde el cuerpo y situadas en su contexto.

La performance utiliza algo que podríamos denominar una “metodología performática” donde confluyen cuerpo, lenguaje y política. La danza, en cambio, esquiva lo político y el protagonismo se lo toma lo senso-perceptivo, totalizando el espacio de interpretación. Da por sentado que la sola presencia de la senso-percepción en una obra le otorga policitidad a la misma, dado que la mayor parte del tiempo no existe un espacio donde esta juegue el rol principal y siempre relegada de la vida social. Pero por el solo hecho de utilizar esta herramienta, no significa que se torne política, puesto que ver un ejercicio de danza contacto, por nombrar un ejemplo, se percibe de manera totalmente distinta que experimentarlo.

Si pensamos la performatividad en danza contemporánea desde el planteo de Iván Insunza[1] funciona mucho mejor lo performativo como categoría de análisis que como etiqueta productiva, debido al rendimiento que este concepto tiene sobre el problema de la comprensión. La obra de danza es una experiencia estética que debe ser pensada a partir de la norma social y de la ideología. Esto, debido a que la experiencia ya es el efecto de la ideología, y no al revés. En lo performativo, el horizonte de lo político atraviesa la obra para producir efectos en las y los espectadores.

Pensemos en propuestas como La Wagner, del argentino Pablo Rotemberg[2]. Allí aparecen cuerpos femeninos que bailan de forma muy enérgica, con la potencia y el tono que no solemos ver en cuerpos feminizados, desdibujando una norma binaria que asocia los cuerpos masculinos con los tonos fuertes y los femeninos con los suaves. Un cuerpo feminizado que viola a otro de su mismo género: otra forma de movilizar la norma que solo se hace posible mediante la conciencia de su existencia previa a la obra en sí.

Como contraparte, son esos cuatro cuerpos normativamente feminizados para la sociedad y normativamente delgados para la danza. Por un lado, se está rompiendo con una norma que desliza el significado de lo posible en la danza, y por otro, reproduce una que hace parte de su antecedente histórico.

Para obras como Vagina[3], una creación chilena del colectivo En/Puja dirigida por Rocío Argandoña, el alcance performativo de su propuesta comienza con el nombre, que ya suscita polémicas que limitan su circulación. Tratando el tema de la violencia obstétrica y el orgasmo, esta obra se encarga de poner en la mesa temas esenciales a la vida humana que normalmente están lejos de la escena artística de la danza.

Hay una manera en que el cuerpo se mueve y se piensa que no tiene que ver con la coreografía propiamente tal, sino más bien con el estado que produce ese cuerpo en la experiencialidad de su movimiento, traído hacia la problemática de la obra. Sin embargo, esta propuesta abre otras preguntas respecto de su rendimiento performático. Por ejemplo, respecto de sus intérpretes, siendo dos mujeres y un hombre quienes bailan en escena, ¿No sería más efectivo su rendimiento performático si fueran solo mujeres? ¿qué tanto influye el género en los discursos que las obras intentan transmitir?

Finalmente: ¿qué tanto podemos hacer rendir la performatividad de una obra solo teniendo claro los límites ideológicos que traza su propuesta? Esta pregunta a responder sería el horizonte sobre el cual dibujar una danza que se constituya desde la certeza de que un cuerpo excede lo finito de su fisicalidad.


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